Por Alejandro Ruiz
Como todas las cosas elementales, muy al principio el tiempo se hallaba en estado silvestre. Libre y montarás, transcurría impetuosamente devorando todo cuanto había en el universo: piedras y agua, plantas y animales, soles y planetas. Como en un parpadeo, el tiempo tragó eras geológicas, sucesivas glaciaciones, evoluciones y extinciones generales; con la natural simpleza de las fuerzas irracionales, el tiempo levantó y luego arrasó culturas y civilizaciones, ciudades e imperios, credos y leyendas.
El ser humano comenzó a preocuparse por el tiempo al sentirse arrastrado por un caudal de días y de noches que lo conducían irremediablemente a la muerte. La conciencia de esta sucesión inquebrantable lo obligó a lanzar una campaña de conquista, quizá la primera gran epopeya de la antigüedad: la especie humana se propuso domesticar el tiempo.

Para someter a esta destructiva criatura, se comenzó por venerarla y consagrarla en amplios altares presididos por el Sol. El tiempo encarnó así en un grotesco Dios de piedra cuyo secreto nombre fue revelado sólo a los sacerdotes. A fuerza de humildad y devoción, de crueles flagelaciones y prolongadas vigilias, se alcanzaron las primeras concesiones: el tiempo dejó de ser una iracunda fuerza impredecible para convertirse en una deidad que transcurría en torno a misteriosos ciclos registrados meticulosamente en libros sagrados.
Pero esa deidad no conocía la misericordia y su insaciable sed continuó azolando a los hombres, generación tras generación. Entonces el culto al tiempo se complicó en elaborados rituales y onerosas ofrendas que sólo alimentaron rebeliones y herejías; los templos fueron profanados y sus altares saqueados, sus símbolos fueron olvidados. El tiempo regresó al caos de lo innombrado y su fuerza, nuevamente, se volvió contra la familia humana.
Después se intentó cercarlo y parcelarlo como a los dominios terrestres; se impuso una rigurosa medición y a cada fragmento se le asignó un nombre y un propósito. Se había descubierto que el tiempo encerraba en sí mismo pequeñísimas partículas que, sumadas interminablemente, daban aliento a su poder destructivo. Siguiendo la simple máxima de divide y vencerás, el hombre se lanzó a la conquista de esos minuciosos reductos.
Fue así como ocurrió la invención del reloj, notable sofisticación del afán humano por fragmentar y contar el tiempo. Fueron esas herramientas, y la incansable especulación, las que impulsaron nuevas tentativas de conquista: se descubrió que el paso del tiempo no es inquebrantable, que el efecto de ciertos fenómenos como el movimiento y los campos gravitacionales lo distorsionan. Se comprendió al fin que el tiempo no es una voluntad inexorable como aseguraban las antiguas leyendas, sino una sustancia flácida y maleable que el hombre podía contraer o estirar a su conveniencia.
Pero la lucha con el tiempo no ha terminado, más bien ha degenerado en formas subjetivas y extravagantes: algunos quieren ganar tiempo, otros matar el tiempo y otros, acaso más osados, dar tiempo al tiempo. Ahora, en cualquier parte del mundo pueden verse hombres y mujeres, reloj en mano, custodiando su tiempo doméstico. Quizás en vano porque, como dijo algún poeta, en esencia somos criaturas del tiempo.