Uno de los primeros vicios que acusó la especie humana fue la risa. Perdido en los albores de nuestra evolución quedó el instante en que un homínido por vez primera emitió –y disfrutó íntimamente– el puro sonido de la risa. En lo sucesivo, este primitivo precursor buscaría la soledad de algún gran árbol para regalarse con tímidas carcajadas que luego reprimiría temeroso y desconcertado.
En otro instante veremos grupos de primates reuniéndose en secreto, conformando tal vez las primeras cofradías clandestinas. Sus rituales debieron de ser muy sencillos: montaban rudimentarias representaciones de situaciones diversas ocurridas en la comunidad, así exhibieron vicios y torpezas, ingenuidades y descuidos, prepotencia y falsas pretensiones, encarnados en personajes obtusos. Había nacido la comedia.

En el seno de estas congregaciones surgirían los primeros cómicos, individuos dotados de capacidad histriónica muchas veces enriquecida por alguna peculiaridad (una pierna renga, una nariz prominente) que hacían brotar el espontáneo caudal de la risa. Surgió así una verdadera genealogía de bufones, saltimbanquis, payasos y mimos, consagrados a producir el codiciado efecto de la risa prosaica y glotona.
Desde entonces comenzó a correr libremente, se vendía barata en los mercados de las primitivas aldeas, serpeaba por callejuelas retorcidas y estallaba en cada boca como una epidemia. Leyendas ancestrales recuerdan a pueblos enteros enloquecidos por la risa, sangrientos sacrificios perpetrados en mitad de delirantes carcajadas, cruentas guerras de risa y furor sin bandos ni vencedores.
Siglos después, en los arrabales de las grandes ciudades de la antigüedad, se levantaron las primeras carpas a donde el vulgo acudía a celebrar la risa. Mientras las obras de Sófocles honraban los grandes foros de la Grecia clásica y todas las exquisiteces del arte alcanzaban sus notas más elevadas, la risa ardía en las periferias y se oficiaba en tabernas y pocilgas; como pasto de la muchedumbre, encarnaba en procaces celebraciones donde toda era irreverencia y transgresión, donde todo apuntaba hacia la anarquía.
En algún momento las fuerzas del orden actuaron y la risa sufrió medievales persecuciones que culminaban al atardecer en grandes piras resplandeciendo sobre las plazas. Categóricas interdicciones se impusieron así con crueles censuras. Algunos afirman que la crueldad proviene del miedo y, cosa muy curiosa, el miedo algunas veces conduce a la risa. En estas complejidades se perdieron los inquisidores y para la risa se abrió poco a poco un amplio horizonte, primero de tolerancia, después nuevamente de libertinaje.
La era moderna ha conocido elaborados convencionalismos en los que la risa juega un discreto pero decisivo papel: se ríe por compromiso, respondiendo a un oscuro mecanismo de defensa o para llenar los vacíos del espíritu; se ríe para consentir o rechazar, para sellar una alianza o perpetrar una traición.
En la actualidad, una poderosa industria explota la necesidad humana de reír; a diario se invierten millones para mantener activa la gran maquinaria de la risa, esa inmensa carcajada colectiva que hace fluctuar los mercados y pone de cabeza a los regímenes.
Lejos ha quedado el momento, y hemos de añorarlo, en que el ser humano se reunía espontáneamente para celebrar la risa.