Es la casa sumergida en la prematura penumbra de invierno; los muebles y los libros se oscurecen y alejan entre el frío que entumece los dedos. Irrumpe la mosca; compacta y negra, zumba mientras revolotea en la habitación. Inicio el ataque con un folder. Tiro uno, dos, varios golpes al vacío (he descubierto lo más exasperante de la mosca: su fugacidad, su ubicuidad). El fólder carece de contundencia, es impreciso. Tomo una toalla a manera de látigo y cae al tercer golpe. Zumba ferozmente en el piso con las patas hacia arriba.

¿Está muerta? No –y eso es lo aterrador–, la mosca finge. Ante la duda tomo el periódico y me acerco. La mosca se incorpora. La miro un instante antes de dejarle caer las ocho columnas; está de pie, imponente sobre sus muchas patas.
Como los toros en el arrastre, la mosca muerta deja el sabor de lo perdido. La poderosa máquina de su cuerpo descoyuntado, sin movimiento. Con un papel recojo el cadáver y lo deposito en el retrete. En su honor accionó la descarga del depósito para imponer una distancia, tal vez para alejar de mi mente la extraña secuencia: la mosca finge, el hombre duda, la mosca muere.

No es la mosca zigzagueante que sale al ruedo de la habitación, la que vigorosamente embiste el aire sin hallar reposo. Esta es de otro talante: silenciosa, ensimismada, habita los lugares húmedos. Es pequeña, de alas en semicírculo con aspecto de un corazón invertido. Esos corazoncitos grises se posan en lavabos, regaderas y letrinas, en todo objeto involucrado con goteos y escurrimientos.
El insomnio se desliza hasta la medianoche; me levanto al escusado, enciendo la luz, miro en el espejo: mi rostro no es el de un asesino, es el que uso en los velorios. En el borde del lavabo hay dos corazones grises. Por un momento parecen presencias benévolas. Abro la llave y dirijo un chorro de agua sobre las moscas. El aluvión las arrastra por la coladera.
Viajarán muy lejos a través de la urdimbre de ductos subterráneos. Sus cuerpecitos se sumarán a los caudales de mierda y basura que recorren prolongadas distancias y, cosa muy probable, algún día llegarán al mar.